jueves, 17 de junio de 2010


La infancia es una de esas épocas que uno desearía vivir de nuevo, principalmente porque nos gustaría deshacernos de la carga agobiante de nuestras auto-impuestas restricciones. 
Cuando eramos niños no nos importaba quien nos viera en pijama o si teníamos la cara sucia y la ropa llena de barro. Tampoco nos preocupaba llenar nuestras manos de tierra para juntar piedritas brillantes en el camino, ni nos importaba juntar un poco del helado que se nos caía en el piso; en ese entonces los microbios eran cosas que los grandes inventaban para hacernos la vida triste. 
Treparnos a un árbol era algo natural y no nos daba miedo porque caerse no estaba en nuestros planes. Los sapos y las lombrices eran extraños animales que no nos inspiraban asco sino mas bien curiosidad. 
No nos daba vergüenza disfrazarnos de payaso o superhéroe y nunca se nos pasaba por la mente despreciar un chocolate o dulce brindado por los extraños. El anhelo mas grande de nuestras pequeñas vidas y con el cual soñabamos constantemente, era una copa rellena de nuestro helado favorito con muchísima crema y una cereza. La Navidad era el momento mas esperado del año y no significaba estrés ni compromiso, significaba que Papá Noel nos traería los regalos que les pedimos en nuestras cartas, porque seguramente no se había enterado de alguna de las travesuras que habíamos hecho, juntarnos con los primos, jugar mucho, tirar fuegos artificiales y comer cosas ricas.

En nuestra infancia los problemas mas grandes tenían que ver con la dificultad que teníamos para que los grandes nos entendieran y nos tomaran en serio. Nuestra tristeza mas honda se debía a no poder salir a jugar con nuestros amigos cuando estábamos enfermos o castigados. No guardábamos rencores, ni odios, ni desconfianzas y se nos olvidaba siempre porque era que nos enojábamos con nuestros amigos. Siempre nos dolía mas el alma que el orgullo cuando mamá o papá nos castigaban, porque creíamos que nos habían dejado de querer.

Cuando eramos niños nuestra única angustia consistía en pensar que nuestros padres un día no abandonaran o desaparecieran. Despertábamos a mitad de noche llorando y gritando sus nombres, para luego quedarnos dormidos al comprobar que aún estaban allí, cerca a nosotros.

A quién no se le cruzó por la cabeza querer volver a esos tiempos aunque sea un rato?

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